En este artículo:
Formación del canon del Nuevo Testamento hasta el año 150
El canon del Nuevo Testamento desde el siglo II hasta el siglo IV
El canon del Nuevo Testamento en los siglos IV-VI
Los libros deuterocanónicos del Nuevo Testamento hasta el siglo VI
El canon del Nuevo Testamento después del siglo VI
El canon del Nuevo Testamento en las decisiones de la Comunidad mesiánica
Nota de la versión digital: hemos simplificado grandemente las abundantes notas del libro. Para una referencia precisa y una bibliografía exuberante, ver la versión original (también puede pedir la referencia que necesita a nuestro sitio)
Queremos estudiar en este apartado cómo los Libros Sagrados del Nuevo Testamento llegaron a formar una colección y cómo fueron aceptados por todos los mesiánicos. En este estudio nos ayudarán los documentos históricos antiguos, que casi en su totalidad pertenecen a escritores eclesiásticos de la primitiva Comunidad mesiánica.
a) Ya hemos visto que Yeshúa, los apóstoles y la Comunidad mesiánica recibieron los escritos del Antiguo Testamento como sagrados e inspirados. Pero, además, poco tiempo después de la muerte de El Mesías comenzó a aparecer una nueva literatura religiosa, o sea, la literatura mesiánica, que trataba de la vida y doctrina de El Mesías y de los apóstoles. Esta literatura en parte era histórica (los cuatro evangelios y los Hechos) y en parte epistolar (cartas de Pablo y de otros apóstoles). La actividad literaria de los autores del Nuevo Testamento se extiende por un período de unos sesenta años: entre los años 40 a 100, d.C.
b) Los primeros mesiánicos comenzaron muy pronto a venerar como escritos sagrados los libros y las cartas escritas por los apóstoles y por sus colaboradores. Este hecho no ha de extrañarnos si tenemos presente que El Mesías les había prometido el Espíritu Santo (Cf. Jn 14,26; 16,13s) y los había constituido dispensadores de los misterios de Dios (1 Cor 4,1). Y, en efecto, los apóstoles fueron llenos del Espíritu Santo el día de Pentecostés, comenzando desde entonces la sublime misión ‑ para la que habían sido preparados por el mismo Yeshúa ‑ de predicar la doctrina de El Mesías a todo el mundo. En esta misión fueron eficazmente ayudados por sus propios escritos dirigidos a diversas Comunidad mesiánicas y comunidades mesiánicas
La veneración con que los primeros mesiánicos recibían todo lo que provenía de los verdaderos apóstoles explica bien que los fieles se sintieran movidos a conservar aquellos preciosos escritos y a comunicarlos a otras comunidades. Esto mismo debió de llevar a los mesiánicos a hacer diversas copias de aquellos escritos apostólicos y a ir formando pequeñas colecciones de aquella nueva literatura. Pablo ordena expresamente a los colosenses que lean la epístola dirigida a los de Laodicea, y a los laodicenses les manda a su vez que lean la carta enviada a los colosenses[1].
En el Nuevo Testamento encontramos ya ciertos indicios que parecen demostrar que se atribuía a los escritos de los apóstoles una autoridad divina. En la 1 Tim 5,18 tenemos el primer ejemplo de citación de las palabras de Yeshúa como Escritura sagrada[2]. La 2 Pe 3, 15‑16 atribuye la misma autoridad a las epístolas de Pablo que a los escritos proféticos.
La literatura mesiánica de fines del siglo I y del siglo II atestigua lo mismo. Según la Didajé 8,2, es el mismo Señor el que habla y ordena en el Evangelio. Clemente Romano afirma que Pablo, divinamente inspirado, escribió a los Corintios[3]. La Epístola de Bernabé también cita Mt 22,14 con la fórmula empleada ordinariamente para citar el Antiguo Testamento: “gégraptai” = “está escrito”[4]. Los escritos de los Padres apostólicos Ignacio Mártir y Policarpo están llenos de citas y de alusiones tomadas de los evangelios y de las epístolas paulinas, lo cual indica la gran veneración y reverencia que tenían de estos escritos.
c) Si las cartas de Clemente Romano a los corintios y de Ignacio Mártir a los filipenses eran tenidas en tanta estima por los destinatarios, que hacían copias para transmitirlas a otras Comunidad mesiánicas, mucho más estimados aún debían de ser los escritos de los apóstoles. Así se explica fácilmente que ya desde un principio los escritos apostólicos fueran coleccionados para leerlos públicamente en el culto divino. De la 2 Pe 3, 15‑16, en que se habla de todas las cartas (“en pásais epistoláis”) de Pablo, se puede deducir que ya en aquel tiempo debía de existir alguna colección de las epístolas del Apóstol. Ignacio Mártir, en su epístola a los Efesios también parece suponer la existencia de una colección de epístolas paulinas.
El proceso de colección y de formación del canon del Nuevo Testamento debió de ser bastante breve para la mayoría de los libros, por el hecho de que la Tradición era clarísima y de todos bien conocida. Así sucedió con los cuatro Evangelios y con casi todas las epístolas de Pablo (exceptuando la epístola a las Hebreos). Por el contrario, respecto de otros libros del Nuevo Testamento, el proceso de “canonización” fue más lento, y se disputó durante bastante tiempo sobre su canonicidad, porque la tradición apostólica no era igualmente clara y evidente en todas las Comunidad mesiánicas. Hacia fines del siglo IV se llegó a la unanimidad de la Comunidad mesiánica católica en lo referente al canon del Nuevo Testamento.
d) Tres fueron las causas principales que aceleraron la formación del canon del Nuevo Testamento: 1) La difusión de muchos apócrifos, que eran rechazados por la Comunidad mesiánica a causa de las doctrinas peligrosas que contenían; 2) la herejía de Marción, que seguía un canon propio. Rechazaba todo el Antiguo Testamento, y del Nuevo sólo admitía el evangelio de Lucas y diez epístolas de Pablo; 3) la herejía de los montanistas, que añadía nuevos libros al canon de la Comunidad mesiánica y afirmaba que había recibido nuevas revelaciones del Espíritu Santo.
1. Formación del canon del Nuevo Testamento hasta el año 150.‑ Los escritos del Nuevo Testamento, por haber sido en su mayoría escritos dirigidos a comunidades particulares, no fueron conocidos inmediatamente por toda la Comunidad mesiánica. Sin embargo, ya tenemos desde los primeros tiempos de la Comunidad mesiánica testimonios de gran valor que demuestran la existencia de estos escritos sagrados. Las citas que nos han transmitido los Padres apostólicos no suelen estar hechas literalmente, por lo cual resulta a veces difícil determinar de qué libro del Nuevo Testamento han sido tomadas. Hacia finales del siglo II encontramos ya testimonios explícitos, e incluso un catálogo de Libros Sagrados del Nuevo Testamento, como veremos después.
a) En el mismo Nuevo Testamento encontramos indicios que nos permiten deducir la existencia de alguna colección de Pablo: 2 Pe 3,15‑16. Y como ya dejamos dicho, la 1 Tim 5, 18 es muy posible que cite el evangelio de Lucas (10,7), considerándolo como Escritura sagrada.
b) Los Padres apostólicos no suelen citar los Libros Sagrados del Nuevo Testamento por los nombres de sus autores. Pero sus escritos están plagados de citas y de alusiones al Nuevo Testamento, de tal modo que sus testimonios son considerados como ciertísimos. En los escritos de dichos Padres se encuentran citas de casi todos los Libros del N. T., si exceptuamos las epístolas de Filemón y 3 Jn 14[5].
La Didajé (hacia el año 90 d.C.) cita frecuentemente a Mt, y parece conocer a Lc, 1 Tes, 1 Pe, Jds, y quizá Jn y Act 15.
Clemente Romano (hacia 96) emplea Mt, 1‑2 Tim, Tit, Hebr, y probablemente Lc, Act, 1 Cor, Rom, 1‑2 Pe, Sant.
Epístola de Bernabé (hacia 98) cita a Mt, Rom, Col, 2 Tim, Tit, 1 Pe, y probablemente también conocía Jn.
Ignacio de Antioquia (año 107) emplea en sus escritos Mt, Lc, Jn, Act, 1 Tes, Gál, 1 Cor, Rom, Col, Ef, Hebr.
Policarpo (hacia el año 108) alude en su carta a Mt, Mc, Lc, Jn, Act, 2 Tes, Gál, 1‑2 Cor, Rom, Col, Ef, Fil, 1‑2 Tim, Hebr, Sant, 1 Pe, 1 Jn.
Papías (hacia 110) es el primero que da los nombres de los autores de Mt, Mc, Jn, y refiere algo acerca del origen de los evangelios. También conocía 1 Pe, 1 Jn, Apoc .
El Martyrium Polycarpi (hacia 150) se sirve de Mt, Jn, Act, Apoc y quizá Jds.
El Pastor de Hermas (hacia 140‑ 155) hace uso de Mt, Mc, Lc, Jn, Act, 1 Tes, 2 Cor, Rom, Ef, Fil, Hebr, Sant, 1‑2 Pe, Apoc.
c) Los apologistas todavía nos han transmitido testimonios mucho más claros sobre los libros del Nuevo Testamento. Al tener que defender las doctrinas mesiánicas contra los ataques de los infieles y de los herejes, recurren con frecuencia a citaciones de los escritos sagrados.
Arístides Ateniense (hacia 140), en su Apología c. 15, narra la vida de Yeshúa, y afirma que la venida de Yeshúa puede ser conocida por los escritos evangélicos. También cita Mt, Jn, Act, Rom, 1 Tim, Hebr, 1 Pe.
Justino (año 150‑160) es el primer escritor antiguo que nos habla del uso litúrgico del Nuevo Testamento en las reuniones de los mesiánicos. “Y en el día llamado domingo ‑dice él‑, todos los que viven en las ciudades o en el campo se reúnen en un lugar, y ante ellos se leen las memorias de los apóstoles o las escrituras de los profetas mientras el tiempo lo permite”[6]. Las “memorias de los apóstoles” son los Evangelios, según los demás escritos de Justino. Cita con frecuencia los evangelios de Mt y Jn. Habla también explícitamente del Apocalipsis, atribuyéndolo a Juan Apóstol. Conoce igualmente Act y todas las epístolas de Pablo, Sant, 1‑2 Pe, 1 Jn.
2. El canon del Nuevo Testamento desde el siglo II hasta el siglo IV.‑ Los testimonios que poseemos de este período en favor de los Libros Sagrados del Nuevo Testamento son clarísimos y de gran importancia.
Taciano Siro (hacia el año 172), sirviéndose de los cuatro evangelios, compuso una obra llamada Diatessaron. Era una armonía evangélica que se divulgó mucho. Las Comunidad mesiánicas de Siria lo usaron hasta el siglo V. Taciano conoce también Act, 1 Cor, Rom, Hebr, Tit, Apoc.
Marción (año 140‑170) es el testigo principal del siglo II en lo referente a la historia del canon. En su obra Antitheses rechaza todo el Antiguo Testamento, por provenir del Dios del temor, distinto del Dios del amor del Nuevo Testamento. De los escritos del Nuevo Testamento admite el evangelio de Lucas, pero abreviado. Rechaza los dos primeros capítulos de Lc por tener cierto sabor hebraico. Y también reconoce como canónicas diez epístolas paulinas, exceptuando las pastorales y la de los Hebr. Los demás libros del Nuevo Testamento no son considerados como canónicos por Marción.
No fue Marción el primero que formó el canon del Nuevo Testamento, como afirman algunos autores. Antes de él ya existían colecciones de escritos sagrados que eran considerados por todos como inspirados. Esto se deduce de los testimonios que poseemos de aquel tiempo. Además, el canon mutilado del mismo Marción supone que ya existía en la Comunidad mesiánica un canon, del cual se sirve a su manera. Sin embargo, la Comunidad mesiánica, con motivo del canon de Marción y para oponerse a sus doctrinas erróneas, debió de poner más empeño y diligencia en determinar el verdadero canon.
Epístola de las comunidad mesiánicas Lugdunense y Vienense (hacia 177), que nos demuestra que en la Galia eran conocidos Lc, Jn, Act, Rom, Ef, Fil, 1 Tim, 1 Pe, 1 Jn, y muy probablemente Hebr, 2 Pe, 2 Jn. Es citado el Apoc como “Escritura”.
Teófilo Antioqueno (hacia el año 180) considera a los evangelistas como inspirados, y cita a Mt y Lc. También afirma que Juan, el “Pneumatóforo”, fue el autor del cuarto Evangelio. Se sirve de casi todas las epístolas de Pablo, y en algunos lugares cita la epístola a los Rom y la 1 Tim con la fórmula: “la palabra divina” (gr. “ho theios logos”).
Ireneo (año 175‑195) enseña que los escritos del Nuevo Testamento son de origen apostólico[7]. Los evangelios fueron escritos por Mateo en hebreo, por Marcos, el intérprete de Pedro; por Lucas, el compañero de viajes de Pablo, y por Juan, el discípulo amado del Señor[8]. En sus escritos, Ireneo cita o alude a todos los libros del Nuevo Testamento, a excepción de la epístola a Filemón, la 2 Pe, la 3 Jn y la de Jds.
Tertuliano (año 16o‑240) combate a Marción, echándole en cara que, no siendo mesiánico, no tenía derecho alguno a hacer uso de las escrituras mesiánicas[9]. Afirma que hay cuatro evangelios, a los que llama “instrumento evangélico”. Dos fueron escritos pos apóstoles, Mateo y Juan, y los otros dos por hombres apostólicos, Marcos y Lucas[10]. También cita directamente los Act y trece epístolas paulinas[11]. La epístola a los Hebr la atribuye a Bernabé[12]. Aduce, además, la 1 Pe, la 1 Jn, Jds y el Apoc[13]. Es dudoso si hace referencia a la epístola de Sant[14]. No alude a la 2 Pe ni a la 2 y 3 Jn.
Fragmento de Muratori (de fines del s. II). Fue hallado en la Biblioteca Ambrosiana de Milán por L. A. Muratori (+1750) y editado por el mismo en el año 1740[15]. Contiene el catálogo más antiguo, hasta hoy conocido, de los libros del Nuevo Testamento. Al principio está mutilado, por lo cual se ha perdido la referencia que hacía de los evangelios de Mt y Mc. En la forma actual habla de Lc, Jn, Act, 1‑2 Cor, Gál, Rom, Ef, Fil, Col, 1‑2 Tes, Flm, Tit, 1‑2 Tim, Jds, 1‑2 Jn, Apoc, 1 Pe. No son nombradas las epístolas a los Hebr, Sant y la 2 Pe. Se permite la lectura privada del Pastor, de Hermas[16]. Hermas, el autor del Pastor, es llamado hermano del obispo de Roma Pío (año 140‑155), y como también afirma que el Pastor de Hermas fue escrito “nuperrime temporibus nostris” (“en nuestros días”, “hace muy poco”), se deduce que la composición del fragmento de Muratori hay que colocarla hacia mediados del siglo II, en Roma o en las cercanías de la Urbe. No se conoce su autor; pero es bastante probable que haya sido Hipólito Romano.
Desde principios del siglo III hasta la primera mitad del siglo IV, los testimonios de la Tradición, referentes al canon del Nuevo Testamento, son clarísimos y de gran valor. La mayor parte de las dudas existentes anteriormente desaparecen. Los escritores de este período tanto del Oriente como del Occidente se muestran en general acordes sobre el canon de Libros Sagrados del Nuevo Testamento.
Clemente Alejandrino (hacia el año 180‑202). Eusebio afirma, hablando de Clemente Alejandrino, que “en los libros de las Hypotyposes teje una compendiosa narración de todas las Escrituras de ambos Testamentos”[17]. De donde se puede deducir que conocía todos los libros del Nuevo Testamento, incluso el Apocalipsis. Se duda si conocía las epístolas 2‑3 Jn y la 2 Pe. Hay que advertir, sin embargo, que, juntamente con los libros canónicos, cita otros que no lo son. Lo cual parece suponer que no sabía distinguir bien los libros canónicos de los apócrifos.
Orígenes (+254) era hombre muy versado en ciencias bíblicas y había recorrido todas las Comunidad mesiánicas principales de aquella época: las de Roma, Alejandría, Antioquia, Cesarea, Asia Menor, Atenas, Arabia. Por todo lo cual constituye un testimonio de máxima importancia y autoridad. Admite todos los 27 libros del Nuevo Testamento, considerándolos como canónicos[18]. Aunque conoce las dudas de algunos escritores de aquella época acerca de la canonicidad de 2 Pe, de 2‑3 Jn y de Jds, sin embargo, no hace caso de ellas y admite en su canon todas las epístolas. Por el contrario, conociendo igualmente los apócrifos, no los recibe en el canon de los Libros Sagrados[19].
Hipólito Romano (+hacia 258‑260). Tiene mucha importancia su testimonio por ser intérprete excepcional de la Comunidad mesiánica romana. En sus escritos, Hipólito cita todos los libros del Nuevo Testamento, exceptuando las epístolas de Flm, 2 y 3 Jn. El Fragmento de Muratori, que diversos autores atribuyen a Hipólito[20], contiene todos los libros canónicos del Nuevo Testamento, menos la epístola a los Hebr, Sant y 2 Pe.
Novaciano (hacia el año 250) fue un presbítero de la Comunidad mesiánica de
Roma que posteriormente cayó en la herejía. En sus escritos se sirve de todos los libros del Nuevo Testamento, a excepción de la epístola a los Hebreos.
Cipriano (+258), obispo de Cartago, cita diez epístolas paulinas, la 1 Pe, la 1 Jn y el Apocalipsis. No menciona la epístola de Flm y duda del origen de la epístola a los Hebr.
Canon Mommseniano, (de hacia el año 259) proviene de la Comunidad mesiánica de África, y menciona veinticuatro libros del Nuevo Testamento. Omite las epístolas a los Hebr, la de Sant y la Jds.
Dionisio de Alejandría (+264) admite todos los libros del Nuevo Testamento, aunque no cita la 2 Pe y la de Jds. Y con el fin de oponerse al error milenarista, que se apoyaba en Apoc 20, negó que el autor del Apoc fuese el apóstol Juan. Negaba, por consiguiente, la autenticidad, pero no la canonicidad del Apocalipsis
Por los testimonios que acabamos de citar, no resulta difícil observar que en el siglo III casi todos los libros del Nuevo Testamento eran recibidos en el canon. En Occidente se duda de la canonicidad de las epístolas de Sant, 2 Pe y Hebr, y por eso a veces son omitidas. En Oriente todavía hay bastantes escritores que dudan de las cinco epístolas católicas menores: Sant, 2 Pe, 2‑3 Jn y Jds.
3. El canon del Nuevo Testamento en los siglos IV‑VI. En los siglos IV y V se nota entre los escritores eclesiásticos una mayor unanimidad aún acerca de los libros canónicos del Nuevo Testamento. Las dudas son de menor importancia. Contrastando, sin embargo, con esto, encontramos las vacilaciones que comienzan a surgir en Oriente sobre la autenticidad y canonicidad del Apocalipsis, iniciadas por Dionisio Alejandrino, como ya hemos VIsto. Pero, con todo, la unanimidad llega a ser completa en Occidente a fines del siglo IV y comienzos el V; y en Oriente se consigue esta unanimidad durante el siglo VI.
a) Los escritores sirios manifiestan dudas acerca de las epístolas católicas menores. La obra llamada Doctrina Addai (s. IV) y Afraates (hacia el año 340) omiten todas las epístolas católicas y el Apocalipsis. Efrén (+373) cita la 1 Pe y la 1 Jn, y probablemente la epístola de Sant. No parece haber utilizado la 2 y 3 Jn y la de Jds, porque estas epístolas todavía no habían sido traducidas del griego en su tiempo, y Efrén no conocía el griego. También nos es conocido un Catálogo esticométrico de hacia el año 400, que no contiene las epístolas católicas y el Apocalipsis. La versión Peshitta, tan difundida entre los sirios, contiene la 1 Pe, 1 Jn y Sant, pero le faltan la 2 Pe, 2‑3 Jn, Jds, Apoc. Sin embargo, las versiones posteriores: Filoxeniana (año 508) y Harclense (615‑616) contienen los veintisiete libros del Nuevo Testamento.
b) Padres griegos: Eusebio (+340) divide los libros del Nuevo Testamento en tres clases: I) homologúmena, o sea los libros “que, según la tradición eclesiástica, son verdaderos y genuinos y han sido recibidos por todos sin oposición”. Son los cuatro evangelios, Act, 14 epístolas de Pablo, 1 Jn, 1 Pe y el Apocalipsis, con la salvaguardia: “si es considerado verdadero”; 2) antilegómena, cuya genuinidad es discutida por algunos: Sant, 2 Pe, 2‑3 Jn, Jds; 3) espurios, o “adulterados”: los Hechos de Pablo, el Pastor, el Apocalipsis de Pedro, la epístola de Bernabé, la Didajé, y, “si así agrada, el Apocalipsis de Juan”[21]. Eusebio, bajo el influjo de Dionisio, se muestra indeciso sobre la colocación del Apoc. Distingue entre Juan el apóstol, al que atribuye el evangelio y la primera epístola, y Juan el presbítero, que sería el autor del Apoc y de 2‑3 Jn.
Cirilo de Jerusalén (+386), en su Catechesis 4,33-36, escrita hacia el año 348, nos ofrece el canon completo del Nuevo Testamento, con la única omisión del Apocalipsis de Juan.
Atanasio (año 367) admite los 27 libros del Nuevo Testamento como sagrados y canónicos[22]. Y lo mismo hace Epifanio (+403)[23].
Basilio (+379) acepta todos los libros del Nuevo Testamento, aunque no cita explícitamente las epístolas 2‑3 Jn y Jds[24].
Gregorio Nacianceno (328‑389), en su poema titulado De veris libris Scripturae divinitus inspiratae, da la lista de todos los libros del Nuevo Testamento, menos del Apocalipsis. El P. Lagrange piensa que el no mencionar el Apoc es debido a que Gregorio estaba atado a causa del metro poético. Y por eso, en lugar de mencionarlo, hace una alusión general a él, diciendo: “Juan, el universal y gran heraldo, que recorre los cielos”. Sin embargo, en otros lugares de sus obras cita expresamente el Apoc, como cuando escribe: “Juan en el Apocalipsis me enseña”[25]. Además, lo cita en unión de varios textos del evangelio de Juan.
Gregorio Niseno (335‑394), hermano de Basilio, cita la epístola a los Hebr y el Apoc. De los demás no nos habla.
Anfiloquio (340‑403) ofrece un canon completo del Nuevo Testamento, aunque a propósito del Apoc se ve que sufrió el influjo de los Padres antioquenos, pues afirma que muchos lo rechazan. Algunos también dudan, según él, de la 2 Pe, 2‑3 Jn y Jds.
A estos testimonios podemos añadir los códices unciales principales: el Sinaítico, de principios del siglo IV, que contiene todo el Nuevo Testamento; el Vaticano (B), de comienzos también del siglo IV, que tiene todos los libros del Nuevo Testamento, hasta la epístola a los Heb; y el Alejandrino, de principios del siglo v, que presenta todos los libros neotestamentarios[26].
c) Padres antioquenos.- Entre éstos son dignos de mención Juan Crisóstomo (+407), que cita con mucha frecuencia la epístola a los Hebr y la de Sant, pero nunca alega la 2 Pe, la 2-3 Jn y el Apoc, lo cual parece indicar que las excluía del canon. Otro tanto podemos decir de Teodoreto Cirense (+458), que tampoco cita las epístolas católicas menores y el Apoc. Teodoro de Mopsuestia (+428) todavía va más lejos, pues incluso rechaza las epístolas católicas mayores: Sant, 1 Pe, 1 Jn.
d) Padres latinos.‑ Casi todos los escritores eclesiásticos latinos de esta época admiten el canon íntegro del Nuevo Testamento. La discusión y las dudas se centran sobre todo en la epístola a los Hebreos, que en el Occidente, hasta la mitad del siglo IV, es pasada en silencio por muchos autores. En Oriente, en cambio, nunca se dudó de su canonicidad. En el siglo IV se disputó mucho en Occidente acerca de su autenticidad. Posiblemente por este motivo no se encuentra en el canon Claromontano (s. IV), en donde también faltan Fil y 1‑2 Tes, probablemente a causa de un descuido del copista.
En los últimos decenios del siglo IV casi todos los Padres latinos admiten unánimemente la autenticidad de la epístola a los Hebreos. De este modo se llega a la unanimidad completa, con la admisión de los 27 libros del Nuevo Testamento. Esto se ve claramente recorriendo las obras de los principales Padres de este período.
Jerónimo (+410), que pasó gran parte de su VIda en Oriente, admite todos los libros del Nuevo Testamento. Por lo que se refiere a los deuterocanónicos del Antiguo Testamento, fue hostil y no los consideró como canónicos; en cambio, respecto de los deuterocanónicos del Nuevo Testamento, adopta la “veterum auctoritas” (“autoridad de los –padres- antiguos”) y los recibe como canónicos, incluso conociendo las dudas que sobre alguno de ellos existían tanto en Oriente como en Occidente[27]. Refiriéndose a las epístolas de Santiago y Judas afirma que han obtenido “autoridad” canónica “paulatim procedente tempore” (“poco a poco, con el paso del tiempo”)[28]. Pero él las coloca sin vacilación alguna entre los libros canónicos[29].
Rufino (+410) también admite los 27 libros del Nuevo Testamento como inspirados y canónicos.
Agustín (+430), en su libro De doctrina christiana (año 397), nos ofrece una lista completa de todos los libros del Nuevo Testamento, idéntica a la que más tarde aceptará el concilio Tridentino. Fue bajo su influencia que el concilio provincial de Hipona, o sea, el concilio plenario de toda el África, celebrado en Hipona el 8 de octubre de 393, y los concilios III y IV de Cartago, de los años 397 y 419, recibieron este mismo canon[30].
Ambrosio (+397) hizo uso de todos los libros del Nuevo Testamento. Los únicos sobre los cuales hay alguna duda son las epístolas 2‑3 Jn. La epístola a los Hebreos la atribuye a Pablo y el Apocalipsis a Juan.
Hilario De Poitiers (+368) no nos da una lista de los libros del Nuevo Testamento, pero admitió indudablemente los protocanónicos. De los deuterocanónicos del N. T. recibió la epístola a los Hebreos, que consideraba como de Pablo, y usó la epístola de Santiago, la 2 Pe y el Apoc. Para Hilario, el autor del Apoc era Juan. No tiene referencias a las epístolas 2‑3 Jn y Jds.
Prisciliano (hacia el año 380), obispo de Ávila en España, reconoce como inspirados y canónicos todos los libros del Nuevo Testamento. El único que no menciona es la epístola 3 Jn.
4. Los libros deuterocanónicos del Nuevo Testamento hasta el siglo VI.‑ En el recorrido que hemos hecho de los diversos Padres, hemos podido observar que, a fines del siglo IV y en el siglo V, todos los libros del Nuevo Testamento, incluyendo también los deuterocanónicos, eran reconocidos como canónicos. Sin embargo, hemos aludido a las dificultades por las que tuvieron que atravesar ciertos libros deuterocanónicos del Nuevo Testamento hasta entrar definitivamente a formar parte del canon. Vamos, pues, a hacer algo de historia sobre esta cuestión.
a) Epístola a los Hebreos.‑ En Oriente nunca se dudó de su canonicidad ni de su autenticidad paulina. La Epístola de Bernabé parece conocerla ya (8, 1-2). Los Padres Panteno, Clemente Alejandrino, Orígenes y Eusebio de Cesarea defienden su autenticidad[31]. También se encuentra en la versión siríaca llamada Peshitta.
En Occidente, en cambio, los escritores eclesiásticos parecen no conocerla hasta mediados del siglo IV. Una excepción sin embargo, la encontramos en Clemente Romano[32], que probablemente alude a la epístola a los Hebreos 2,7; 3,1; 4,14; 5,1.5. No se encuentra en el Fragmento de Muratori. Para Ireneo, la epístola a los Hebr no era de Pablo, lo mismo que para Hipólito y Tertuliano, el cual la atribuye a Bernabé y la excluye del canon. Tampoco la encontramos en los escritos de Cipriano, lo cual parece confirmar la práctica de la Comunidad mesiánica de África, hacia mediados del siglo III, atestiguada por Tertuliano.
Un siglo más tarde, es decir, hacia fines del siglo IV, la mayor parte de los escritores latinos la conocen y la reciben como canónica. Hilario de Poitiers (+368), por ejemplo, la considera como inspirada y canónica. Ambrosio de Milán la considera como escrita por el mismo Pablo. El Ambrosiáster (hacia 370), sea cual fuere su identidad, la considera como canónica, aunque no paulina. Prisciliano (+385) la cuenta entre los libros canónicos. Filastrio de Brescia, en su obra Diversarum Hereseon liber (hacia el año 383), da una lista en la que es omitida la epístola a los Hebr; pero en otros lugares de esa misma obra habla de ella como un escrito de Pablo. También Jerónimo defiende la autenticidad paulina de la epístola a los Hebreos[33], aunque menciona las dudas y vacilaciones de los escritores anteriores a él[34]. Agustín, por su parte, admite al menos la canonicidad de la epístola a los Hebr, y afirma que prefiere seguir la práctica de las Comunidad mesiánicas orientales, que la tenían en el canon, aun cuando haya bastantes que la consideraban como incierta[35].
b) El Apocalipsis.‑ Hasta el siglo III todos los escritores, tanto del Oriente como del Occidente, admitían el Apocalipsis como canónico y auténtico. Así piensan Papías, Justino, Ireneo, Tertuliano, Fragmento de Muratori, Hipólito Romano, Clemente Alejandrino y Orígenes. Solamente Marción y el presbítero Cayo se atrevieron a rechazarlo.
Más tarde, sin embargo, a causa del error milenarista, que se apoyaba en el Apocalipsis (20,2‑6) para sostener dichas doctrinas, algunos escritores católicos llegaron hasta negar la autenticidad apostólica del Apoc con el fin de echar por tierra las doctrinas milenaristas. El primero de éstos fue Dionisio Alejandrino (+265), que, no pudiendo apoyarse en documentos históricos ni de tradición, se VIo obligado a servirse de argumentos de crítica interna[36]. Dionisio Alejandrino, aun obrando con la mejor buena fe, ejerció una influencia nefasta sobre Eusebio de Cesarea, que incluso llegó a negar la misma canonicidad del Apoc. Eusebio, a su vez, influenció a los demás escritores palestinenses, a los antioquenos, y en especial a los sirios orientales, los cuales no recibieron el Apoc hasta la versión Filoxeníana (año 508).
En la segunda mitad del siglo IV todavía encontramos a Gregorio Nacianceno y Cirilo de Jerusalén que no hacen uso del Apocalipsis. Anfiloquio afirma que algunos admitían el Apoc. Juan Crisóstomo nunca cita el Apoc, y Jerónimo escribe que en su tiempo no era recibido por los griegos. Tampoco se encuentra en el can. 60 del concilio Laodicense.
No obstante esto, en el Oriente admiten el Apoc Basilio Magno, Gregorio Niseno y Epifanio. Más tarde, principalmente a partir del concilio de Trulo II (año 692), los orientales volvieron a recibir el Apoc como canónico, Solamente los nestorianos, bajo la influencia de Teodoro de Mopsuestia, lo rechazaron.
La Comunidad mesiánica latina siempre consideró el Apoc como canónico y nunca surgieron dudas de importancia acerca de su canonicidad.
c) Epístolas católicas menores.‑ Son éstas las epístolas de Sant, 2 Pe, 2‑3 Jn y Jds, acerca de cuya canonicidad y autenticidad hubo dudas durante varios siglos.
En Oriente, especialmente en las Comunidad mesiánicas de Alejandría y Palestina, todas estas epístolas suelen ser recibidas en el canon de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, Orígenes (+254) nos refiere que en su tiempo algunos negaban la autenticidad de la 2 Pe y de la 2‑3 Jn[37], Eusebio de Cesarea (+340) coloca las cinco epístolas católicas menores entre los escritos que él llama antilegómenos, es decir, los escritos que no eran aceptados por todos[38]. Anfiloquio (+ después de 394) duda de la canonicidad de la 2 Pe, 2‑3 Jn y Jds. Gregorio Niseno (+394) sólo cita la 1 Pe y la 1 Jn. En cambio, admiten todas las epístolas Gregorio Nacianceno (+389) y Epifanio. En el papiro Bodmer VII‑IX (s. III), recientemente descubierto, se encuentran la epístola 2 Pe y la de Judas, lo cual es de suma importancia.
Los Padres antioquenos también dudan de las epístolas católicas menores. Apolinar de Laodicea cita solamente la 1 Pe y la 1 Jn; Diodoro de Tarso alega únicamente la 1 Pe, 1 Jn y 2 Pe. Juan Crisóstomo y Teodoreto parece que omitieron la 2 Pe, 2‑3 Jn y Jds. Teodoro de Mopsuestia rechaza todas las epístolas católicas.
Entre los Padres sirios encontramos igualmente muchas vacilaciones acerca de estas epístolas. Afraates (+356) no alega ninguna de las epístolas católicas. La Doctrina de Addai tampoco las tiene. Un Catálogo siríaco (hacia el 400) las omite también. Efrén (+373), en la versión griega de sus obras, cita todas las epístolas. Pero se duda que esta versión represente su auténtico pensamiento; tanto más cuanto que, en las obras siríacas que han llegado hasta nosotros, sólo alega la 1 Pe, la 1 Jn y probablemente también Sant. La versión Peshitta sólo tiene Sant, 1 Pe y 1 Jn.
Por lo dicho se ve que los Padres antioquenos y los sirios coinciden en no aceptar como canónicas todas las epístolas católicas. Generalmente reciben las tres que contiene la versión Peshitta: Sant, 1 Pe y 1 Jn. Los nestorianos conservaron la versión Peshitta con su canon limitado de las epístolas católicas. Sin embargo, al comienzo del siglo VI, las dudas sobre estas epístolas y el Apocalipsis desaparecen. Por eso, Filoxeno, en su versión siríaca (año 508), recibe las cuatro epístolas católicas menores y el Apocalipsis. Los griegos también aceptaron el canon completo del Nuevo Testamento en el concilio Trulano II (año 692), que conservan hasta hoy.
En Occidente se manifiesta una mayor fidelidad en conservar los escritos, que habían sido transmitidos como procedentes de los apóstoles. Sin embargo, en el siglo III eran poco conocidas las epístolas de Sant y 2 Pe, como se puede ver por los escritos de Tertuliano y de Cipriano. Un siglo más tarde son ya conocidas y admitidas por Hilario (+367). Se da, pues, una evolución progresiva en lo referente a la autoridad de las epístolas católicas en Occidente. Esto mismo es confirmado por las primeras decisiones oficiales de las Comunidad mesiánicas de África en los concilios de Hipona (año 393) y III y IV de Cartago (años 397 y 419)[39]; y en Italia, por la carta de Inocencio I (año 405) a Exuperio, obispo de Tolosa[40].
Hacia principios del siglo V las dudas desaparecen; pero aún hay autores que expresan ciertas vacilaciones a propósito de nuestras epístolas. Jerónimo advierte, a propósito de la epístola de Sant: “Pretenden algunos que esta carta haya sido escrita por otro bajo su nombre, aunque poco a poco haya ido ganando en autoridad”. Y sobre la 2 Pe comenta: “La mayoría niega que esta carta sea de él (de Pedro), teniendo en cuenta la diferencia de su estilo por relación a la primera”. De la 2 y 3 Jn afirma: “Ambas epístolas son atribuidas a Juan el presbítero”. Y, finalmente, de Judas dice: “Esta epístola es rechazada por la mayoría; sin embargo, ha merecido autoridad a causa de la antigüedad y del uso, y es contada entre las Escrituras Sagradas”[41]. Las dudas a las que alude Jerónimo se refieren a las que habían agitado a los escritores orientales y occidentales, que en su tiempo se consideraban ya felizmente superadas.
5. El canon del Nuevo Testamento después del siglo VI.‑ En el siglo V se llega a un acuerdo completo entre los escritores latinos y también entre los griegos sobre el número de los libros canónicos del Nuevo Testamento. Por eso, desde el siglo VI en adelante todos los autores eclesiásticos se mantienen unánimes ‑salvo rarísimas excepciones‑ en admitir la canonicidad de los 27 libros del Nuevo Testamento. Entre esas raras excepciones hay que contar a Junilio Africano (mediados del s. VI), que atribuía menor autoridad al Apocalipsis y a las epístolas católicas menores. Cosme Indicopleustes (hacia 547) no admite ninguna de las epístolas católicas ni el Apocalipsis. Nicéforo Constantinopolitano (+829) considera como dudoso el Apoc.
Isidoro de Sevilla (+636) recuerda las dudas que habían surgido a propósito del origen apostólico de algunos libros del Nuevo Testamento: Hebr, Sant, 2 Pe, 2‑3 Jn. Pero él personalmente los considera como inspirados y canónicos.
En la Edad Media todavía se advierten ciertas discusiones bastante esporádicas acerca de la epístola a los Hebreos. Pero tanto Tomás de Aquino (+1274) como Nicolás de Lira (+1340) se declaran en favor de su autenticidad paulina, haciendo desvanecerse las últimas vacilaciones. En el siglo XVI, Erasmo (+1536) volvió a recordar las dudas que muchos Padres antiguos habían expresado a propósito del origen apostólico de Hebr, Sant, 2 Pe, 2‑3 Jn y Apoc. Él, sin embargo, nunca puso en duda la canonicidad de dichos libros[42]. El cardenal Cayetano (+1534) fue todavía más lejos, pues no solamente dudó de la autenticidad de esos escritos, sino también de su misma canonicidad. Los libros dudosos para Cayetano eran: Hebr, Sant, 2‑3 Jn y Apoc. Para defender su postura bastante extremista se apoyaba en la autoridad de Jerónimo y en el origen apostólico de los libros[43]: como no constaba claramente del origen apostólico de Hebr, Sant, 2‑3 Jn y Jds, Cayetano las considera de menor autoridad; y refiriéndose a la epístola a los Hebr, concluye: “Quo fit ut ex sola huius epistulae auctoritate non possit, si quod dubium in fide acciderit, determinari” (“por lo cual tenemos que si consideramos esta carta –a los Hebreos- en sí misma, no podríamos resolver con su autoridad, una eventual duda de fe que se nos apareciera”).
También Lutero (+1546) y los protestantes siguieron criterios propios para juzgar de la canonicidad e inspiración de los Libros Sagrados. Para Lutero, la autoridad de los Libros Santos se ha de juzgar en conformidad con su enseñanza sobre El Mesías y sobre la justificación por la sola fe. Por este motivo excluyó del canon la epístola a los Hebreos, la de Santiago, la de Judas y el Apocalipsis. Pero no todos los reformadores le siguieron en esto. Carlostadio aceptaba todos los libros del N. T. Zwinglio no admitía el Apoc. En cambio, Ecolampadio rechazaba todos los libros deuterocanónicos.
El concilio Tridentino reaccionó fuertemente contra las tendencias de Lutero y de sus discípulos. En su decreto Sacrosancta, del 8 de abril de 1546, definió solemnemente el canon de las Sagradas Escrituras tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. En adelante ya no hubo más controversias entre los católicos acerca de la extensión del canon del Nuevo Testamento.
6. El canon del Nuevo Testamento en las decisiones de la Comunidad mesiánica.‑ A propósito de las decisiones de la Comunidad mesiánica sobre el canon del Nuevo Testamento, tenemos que decir casi lo mismo que ya dejamos dicho sobre las mismas decisiones de la Comunidad mesiánica acerca del Antiguo Testamento (ver en documento aparte).
Las primeras decisiones de la autoridad eclesiástica sobre el canon bíblico las encontramos en tres concilios del norte de África: el concilio de Hipona (año 393), que nos ofrece el canon completo de la Sagrada Escritura; pero, al hablar de las epístolas paulinas, tiene esta expresión: “Pauli apostoli epistulae tredecim, eiusdem ad Hebraeos una”[44] (“las trece cartas de Pablo apóstol, y de él también una a los hebreos”), en la que parece aludir a las dudas que habían surgido anteriormente entre los autores eclesiásticos acerca de Hebr. Este mismo canon es dado por el concilio III de Cartago (año 397)[45]. El concilio IV Cartaginense (año 419) presenta también el canon completo, pero con esta diferencia, que en lugar de la frase “Pauli apostoli epistolae tredecim, eiusdem ad Hebraeos una”, dice más claramente: “epistolarum Pauli apostoli numero XIV” (“de las epístolas de Pablo apóstol la número catorce”. Y al final añade: “Quia a Patribus ista accepimus in Ecclesia legenda” (“porque estos libros los hemos recibido de los Padres, para ser leídos en la Comunidad mesiánica”)[46].
El mismo canon lo hallamos en una carta del papa Inocencio I dirigida a Exuperio, obispo de Tolosa[47]. Al mismo tiempo, el Papa afirma que todos los libros apócrifos no sólo han de ser rechazados, sino también condenados.
El concilio IV de Toledo, celebrado bajo la presidencia de Isidoro, en el año 633, declara excomulgados a los que no reciban en el canon el Apocalipsis. Esta grave decisión debió ser determinada por alguna razón particular. Los estudiosos creen que dicha razón ha de buscarse en el hecho de que los Visigodos, que acababan de convertirse del arrianismo al catolicismo, poseían la Biblia gótica, hecha por el obispo arriano Ulfilas, que no contenía el Apocalipsis.
También el concilio Trulano o Quinisexto (año 692) da el canon completo tanto para el Nuevo como para el Antiguo Testamento.
Las decisiones de la Comunidad mesiánica universal tuvieron lugar principalmente en los concilios ecuménicos Florentino, Tridentino y Vaticano I.
a) Concilio Florentino.‑ Este concilio nos presenta el primer catálogo oficial de la Comunidad mesiánica universal sobre los Libros Sagrados, dado bajo el papa Eugenio IV (4 febrero 1441). En el decreto en favor de la unión de los jacobitas a la Comunidad mesiánica latina, el concilio, después de expresar su fe en la inspiración de las Sagradas Escrituras, da el catálogo de los Libros Santos, en el que se contienen todos los libros, tanto los proto como los deuterocanónicos[48]. El decreto del concilio Florentino no constituye ninguna definición, sino tan sólo una profesión de fe, es decir, la exposición de la doctrina católica.
b) Concilio Tridentino.‑ El 8 de febrero de 1546 comenzaron en Trento las discusiones acerca de la epístola de Santiago, del Apocalipsis, de la epístola a los Hebreos y otros libros discutidos. Estas discusiones conciliares continuaron el 18 y 26 de febrero, el 27 de marzo y el 1, 5 y 7 de abril, hasta que en la sesión 4.a, del 8 de abril de 1546, se promulgó el decreto Sacrosancta[49]. En dicho decreto, después de declarar: “El sacrosanto ecuménico y general concilio Tridentino... recibe y venera con el mismo piadoso afecto y reverencia todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, por ser un mismo Dios el autor de ambos”, da el catálogo completo de todos los Libros Sagrados. Inmediatamente después del catálogo, el decreto añade las siguientes palabras: “Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos estos mismos libros íntegros con todas sus partes, como ha sido costumbre leerlos en la Comunidad mesiánica católica y se contienen en la antigua versión Vulgata latina, o si despreciare con conocimiento y deliberación las referidas tradiciones, sea anatema”[50]. Con estas palabras, el concilio Tridentino definió solemnemente el canon de la Sagrada Escritura.
Ocasión del decreto.‑ El motivo de este decreto fueron algunas dudas que existían en aquel tiempo sobre los libros deuterocanónicos principalmente. El cardenal Del Monte se expresaba a este propósito de la manera siguiente: “Aliqui debiles sunt et adeo titubantes, ut iam nec evangeliis quidem ubique plenam fidem adhibeant”[51]. Estas palabras se refieren no solamente a los protestantes, sino también a los católicos. Incluso en el seno del mismo concilio hubo Padres que abogaron por una distinción entre libros proto y deuterocanónicos. Sin embargo, la mayor parte de los Padres se opuso a una tal distinción.
No hay duda que el decreto miraba principalmente a los protestantes. Y como éstos negaban algunos Libros Sagrados y la Tradición, quiso el concilio comenzar expresando su fe en las fuentes de la revelación[52].
Finalidad y objeto del decreto. ‑Se propone precisar las fuentes de la revelación, con el fin de tener un fundamento sólido para ulteriores definiciones dogmáticas. Esta es la razón de que asocien las tradiciones no escritas a los libros escritos de la Biblia, porque como decía una carta de los Padres tridentinos al cardenal Farnese, “la fe en Yeshúa no está toda escrita en el Nuevo Testamento, sino también en el corazón de los hombres y en la tradición de la Comunidad mesiánica”. El decreto tridentino declara canónicos todos los Libros Sagrados íntegros y con todas sus partes, tal como venían leyéndose en la Comunidad mesiánica católica y se contienen en la Vulgata latina, y la razón de esto hay que buscarla en la guerra que los protestantes habían declarado contra la Vulgata, acusándola de estar llena de errores.
Valor del decreto.‑ Antes del concilio Tridentino, los documentos eclesiásticos se limitaban a exponer la doctrina de la Comunidad mesiánica sobre la canonicidad de los Libros Sagrados. El decreto tridentino, en cambio, constituye una verdadera definición dogmática, como se ve por el anatema lanzado contra los que negaren el canon completo de la Escritura.
Esta verdad podía, ya antes del concilio Tridentino, ser considerada como verdad de fe, por el hecho de estar claramente enseñada por la Tradición. Mas la definición del concilio Tridentino la ha convertido en verdad de fe católica, de tal modo que en adelante, si
alguno osase dudar o negar la canonicidad de algún libro sagrado o de alguna parte de él, sería considerado como hereje. Según esto, el católico podrá discutir críticamente la autenticidad de un libro o de un trozo de algún escrito sagrado, pero no su canonicidad.
Extensión de la canonicidad.‑ El concilio Tridentino declara canónicos a todos los Libros Sagrados íntegros y con todas sus partes. La frase todos los libros se refiere a los que acaba de mencionar, es decir, a todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, sin distinción de protocanónicos y deuterocanónicos. El inciso íntegros hace referencia a las partes deuterocanónicas de Daniel y Ester[53], que eran rechazadas por los protestantes, y también a algunos fragmentos evangélicos[54] discutidos por los protestantes e incluso por algunos católicos[55]. La expresión con todas sus partes viene a ser una explicación del adjetivo “íntegros” y se refiere principalmente a todas las partes de la Sagrada Escritura que eran discutidas.
c) Concilio Vaticano I.‑ Este concilio, en la sesión 3.a (24 de abril de 1870), renovó y confirmó la definición tridentina, debido seguramente a ciertas dudas que aún se manifestaban de vez en cuando entre los mismos católicos[56]. Después el concilio afirma la inspiración de los Libros Sagrados con estas palabras: “La Comunidad mesiánica tiene por sagrados y canónicos (los libros del Antiguo y Nuevo Testamento) no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la misma Comunidad mesiánica”[57]. Y, finalmente, define solemnemente la inspiración de la Sagrada Escritura: “Si alguno no recibiese como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura íntegros, con todas sus partes, como los describió el santo sínodo Tridentino, o negase que son divinamente inspirados, sea anatema”[58].
d) Concilio Vaticano II.‑ La Constitutio dogmatica “Dei Verbum” de Divina Revelatione, promulgada el 18 nov. 1965, se limita a repetir la doctrina de los concilios Tridentino y Vaticano I, casi con las mismas palabras: “La santa madre Comunidad mesiánica, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos ...”
Como conclusión podemos decir que las decisiones del Magisterio eclesiástico sobre el canon bíblico no hacen más que proponer de modo solemne la doctrina ya muchas veces repetida por la Tradición. Esta venía enseñando desde los primeros siglos de la Comunidad mesiánica cuáles y cuántos eran los libros inspirados y canónicos.
El canon definido solemnemente por el concilio Tridentino es confirmado por la práctica de las Comunidad mesiánicas orientales no católicas, que admiten el mismo canon que la Comunidad mesiánica romana. Así sucede con la Comunidad mesiánica ortodoxa griega, con la Comunidad mesiánica armena, con la copta, la siria, la etiópica, la nestoriana.
Por lo que se refiere a los protestantes, conviene advertir que en las ediciones del Nuevo Testamento ordinariamente conservan los 27 Libros Sagrados. Carlostadio aceptó todos los escritos del Nuevo Testamento. Lutero, en cambio, rechazó como apócrifos la epístola a los Hebr, la de Sant, la de Jds y el Apoc. Calvino, por su parte, volvió de nuevo al canon completo, lo mismo que la Confesión Gálica (año 1559) y la Ánglica (año 1562). Hoy los protestantes liberales ya no suelen hablar de Libros Sagrados, sino de “literatura mesiánica primitiva”.
NOTAS
[1] Cf. Col 4, 16. Hay bastantes autores que sostienen que la epístola a los Laodicenses es la que desde finales del siglo II ha sido llamada epístola a los Efesios.
[2] Pablo cita como Escritura sagrada Deut 25,4 y las palabras de Yeshúa, que leemos en Lc 10,7. Disputan los autores si el Apóstol cita el Evangelio escrito o las palabras del Señor recibidas por tradición. Como 1 Tim es posterior al evangelio de Lucas, es muy posible que se refiera a dicho evangelio.
[3] Cf. Epist. 1 ad Cor 47,3.
[4] Epíst. Bernabé 4,14; cf. F. Funk, Patres Apostolici I (Tubinga 1901) p. 49.
[5] Todas las citas y alusiones a los libros del N. T. que se encuentran en los Padres apostólicos han sido recogidas por F. X. Funk, Patres apostolici (Tubinga 1901). Cf. J. B. Lightfoot, The Apostolic Fathers (Londres 1890, primera parte; 1889, segunda parte); B. Steidle, Patrologia seu historia antiquae litteraturae ecclesiasticae (Friburgo 1937); B. Altaner, Patrologie (Friburgo 1950). También se puede consultar la obra The N. T. in the Apostolic Fathers, editada por un comité de la Oxford Society de Teología histórica (Oxford 1905).
[6] Cf. Apología I 67,3s: MG 6,429. En esta Apol. I 66 advierte que con la expresión “memorias” quiere designar los evangelios y afirma que estas “memorias” fueron escritas por los apóstoles y por los discípulos de los mismos (Diál. con Trif. 103: MG 6,717).
[7] Cf. Adv. Haer. 3, Praef.
[8] Cf. Adv. Haer. 3,1; 3,11,8; W. Sanday ‑ C. H. Turner ‑ A. Souter, novun testamentum s. Irenaei episcopi lugdunensis: old‑latin biblical texts 7 (oxford 1923); w. L. Duliére, Le Canon néotestamentaire et les écrits chrétiens approuvés par Irénée: La Nouvelle Clio 9 (1954) 199‑229.
[9] Cf. De praescr. 37.
[10] Cf. Contra Marcionem 4,2 y 5.
[11] Cf. De ieiunio 2 y 10; Contra Marc. 4,5; 5,19.
[12] Cf. De pudic. 20.
[13] Cf. De oratione 20; De pudic. 19.20; De cultu fem. 1,3; De praescr. 33.
[14] Cf. Scorpiace 12.
[15] Cf. L. A. Muratori, Antiquitates Italicae Medii Aevi III (Milán 1740) 851‑854; H. Lietzmann, Das muratorische Fragment und die Monarchianischen Prologe zu den Evangelien (Borm 1908) p. 3‑11; T. Zahn, Miscellanea II. Hippolytus der Verfasser des Muratorischen Kanons: Neue kirchliche Zeitschrift 33 (1922) 417‑436.
[16] Se puede ver el texto del Fragmento de Muratori en el Enchiridion Biblicum (Roma 1961) n. 1‑7. Cf. J. Campos, Epoca del fragmento Muratoriano: Helmántica II (1960) 485-96.
[17] Hist. Ecc. 6,14.
[18] Cf. A. Merk, Origenes und der Kanon des A. T.: Bi 6 (1925) 200‑205.
[19] Cf. Comm. in Mt t. 17,30: MG 13, 1569‑1572; In Lc hom. 1, MG 13, 1802s.
[20] Cf. J. B. Lightfoot. en The Academy 2 (1889) 186‑188.205; TH. H. Robinson, The Authorship of the Muratorian Canon: The Expositor 7,1 (1906) 481‑495; Th. Zahn, Hippolitus der Verfasser des Muratorischen Kanons: Neue kirchliche Zeitschrift 33 (1922) 417‑436; S. Ritter, Il frammento Muratoriano: Rivista de Archeologia Mesiánica 3 (1926) 215‑263; M. J. Lagrange, Histoire ancienne du Canon du N. T. p.66‑84.
[21] Cf. Hist. Eccl. 3,25.
[22] Epist. Festalis 39.
[23] Haer. 30,25.
[24] Adv. Eunom. 4,5.
[25] Cf. Or. 42,9; 29,17.
[26] También son importantes para el canon del N. T. los papiros encontrados principalmente en Egipto. La colección Chester Beatty contiene el P45 de principios del siglo III, que tiene fragmentos de los cuatro evangelios y de los Act; el P46, también de principios del siglo III, que contenía originariamente la epístola a los Rom, 1‑2 Cor, Ef, Gál, Fil, Col, 1‑2 Tes; el P47, del siglo III, con fragmentos del Apoc. El P20, también del siglo III, y el P23 contienen la epístola de Sant; el P13 y P17, del siglo IV, tienen la epístola a los Hebr; el P18, del siglo III-IV, y el P24, del siglo IV, que presentan el Apocalipsis.
[27] Cf. Epist. 129 ad Dardanum, 3.
[28] Cf. De VIris illustr. 2,4.
[29] Cf. Epist. 53 ad Paulinum, 8.
[30] Cf. De doctr. christ. 2,8,13.
[31] Cf. Eusebio, Hist. Eccl. 6,14 y 25.
[32] Cf. 1 Clementis 36,2s.
[33] Cf. Epist. 53 ad Paulinum.
[34] Epist. 129 ad Dardanum, 3., en donde dice de Hebr: “Poco importa de quién sea esta epístola, puesto que es de un autor eclesiástico y es, además, leída diariamente en las Comunidad mesiánicas”.
[35] Cf. De peccatorum mer. et remiss. 1,50.
[36] Los argumentos de Dionisio nos los ha conservado Eusebio, Hist. Eccle. 7,24s.
[37] Cf. Orígenes, De recta in Deum fide 2.
[38] Hist. Eccl. 3,3.25.
[39] Cf. EB n. 17 y 19.
[40] Cf. EB n. 21.
[41] Cf. Jerónimo, De Viris illustr. 1,2,4,9: MI, 23,639.646...
[42] Cf. N. Greitmann, Erasmus als Exeget, Studia catholica 12 (1936) 294ss.
[43] Cf. Epistulae Pauli aliorumque Apostolorum (Paris 1534) 374 y 374b.
[44] Cf. EB n. 17.
[45] Cf. EB n. 19.
[46] Cf. Mansi, Sacrorum Conciliorum nova et ampl. collectio, (Florencia, 1759ss), 4,430.
[47] EB n. 21.
[48] Cf. EB n. 47.
[49] Cf. EB n. 57-60.
[50] EB n. 60.
[51] Cf. Concilium Tridentinum, edic. Goerres, I, 28 lin. 36s.
[52] En estos últimos tiempos se ha discutido mucho acerca del decreto de Trento sobre las fuentes de la Revelación. Para unos, el concilio habría afirmado que, al lado de la Escritura, están las tradiciones apostólicas, que tendrían solamente una función interpretativa y declarativa de la Escritura. Es decir, que Escritura y Tradición no serían dos fuentes de la Revelación, sino dos modos de conocer la misma Revelación. En favor de esta manera de pensar aducen la fórmula del texto primitivo del concilio de Trento: “Hanc veritatem partim contineri in libris scriptis, partim sine scripto traditionibus” (“esta verdad -de la Revelación- se encuentra parte en los libros escritos, parte en las tradiciones no escritas”), que fue cambiada en la actual “hanc veritatem et disciplinam contineri in libris scriptis et sine scripto traditionibus” (“esta verdad y disciplina se encuentran en los libros escritos y en las tradiciones no escritas”). En esta redacción definitiva, los “libros escritos” y las “tradiciones” están unidos con un et, “y”, incapaz por si solo de atribuir a la Tradición la dignidad de fuente de la Revelación distinta e independiente de la Biblia. La conjunción copulativa et indicaría más bien que la Escritura y las tradiciones son dos elementos orgánicos que no pueden separarse. Se pueden ver los siguientes estudios: Y. M. J. Congar, Tradition et les Traditions (París 1960) p. 207‑218; G. M. Giuriato, Le tradizioni nella IV Sessione del C. di Trento (Vicenza 1942); Rivera, Sagrada Escritura y Tradición en el Conc. de Trento: IC 39 (1946) 385‑393; J. Lodrior, Écriture et traditions: EThL 35 (1959) 423‑427. Para otros autores, las peripecias del decreto tridentino antes de llegar a la redacción definitiva no indican cambio de pensamiento. Se trata únicamente de un retoque de naturaleza redaccional, el sentido es el mismo. Y éste sería que la Revelación divina está contenida parte en la Escritura y parte en las tradiciones no escritas. Ambas serían dos fuentes incompletas, que se necesitarían recíprocamente (cf. H. Lennerz, Scriptura sola?: Greg 40 (1959) 38‑53; F. Bruno: Studi di scienze ecclesiatiche (Aloisiana 1, Nápoles 1960) 317ss. Véase también J. Salguero, La Biblia y la Tradición: CultBibl 19 (1962) 30‑38.
[53] Cf. Est 10,4‑16,24 (Vulgata); Dan 3,24‑90: 13‑14.
[54] Cf. Mc 16,9‑20; Lc 22,43‑44; Jn 7,53‑8,11.
[55] Algunos Padres tridentinos pidieron que se mencionaran en el decreto los tres fragmentos evangélicos; pero se rechazó la propuesta para no dar ocasión de escándalo a los fieles, que ignoraban las discusiones sobre ellos.
[56] Entre éstos podemos contar a B. Larny, J. Jahn, A. Loisy, los modernistas y racionalistas.
[57] “Eos vero Ecclesia pro sacris et canonicis habet, non ideo quod sola humana industria concinnati, sua deinde auctoritate sint approbati; nec ideo dumtaxat, quod revelationem sine errore contineant; sed propterea, quod Spiritu Sancto inspirante conscripti Deum habent auctorem, atque ut tales ipsi Ecclesiae traditi sunt” (EB n.77).
[58] “Si quis sacrae Scripturae libros integros cum omnibus suis partibus, prout illos sancta Tridentina Synodus recensuit, pro sacris et canonicis non susceperit, aut eos divinitus inspiratos esse negaverit: Anathema sit” (cf. EB n.79).